Isabella, apoyó la valija pesada junto a su figura delgada, casi extraída de una pintura de Monet. Pero el cuadro cobro movimiento cuando el viento voló su capelina en un parpadeo vertical y la perdió entre las vuelteretas huracanadas del aire.
En la tierra áspera y extraña, la lejanía del pasado se hacía evidente y la quietud de la estación rozaba acaso la melancolía de la ausencia y el tinte oscuro de la carbonilla en un suspiro profundo.
La sequía de palabras hacía eco en el silencio del paisaje, que recortado se enmarcaba entre bancos de madera y cantos rodados. El perfume del sol parecía conjugarse entremezclado al de la pureza de la sierra a un paso.
Isabella esperaba con la vista fija, pero sus ojos carecían de particularidad direccional.
No se veía a la redonda más que la tierra fundirse con el cielo, imantarse en el fin del mundo. Ningún rastro de bienvenida.
Ningún transeunte esperando en el andén.