Sortilegios cotidianos
viernes, 17 de agosto de 2007
Efanuria
a mis abuelos...
La casa era grande. El zaguán guardaba secretos bizantinos. Los cristales vitreaux de la sala simulaban un caleidoscopio gigante de colores fuertes y la luz llamativa del patio mágico, cubierto de un viejo jazmín del país, invitaba a soñar.
No se si fue el olor de la madera, de las cascaritas de naranja al fuego o de la estufa a gas inofensiva, que me enamoré un día de sus cimientos y sus fantasmas.
Las habitaciones contiguas, con puertas abiertas y unión de pasillos caminados interminablemente, primero con pequeños pasos, luego salticando, intentando encontrar las voces provenientes de la cocina, llamándome a la sopa. La vitrina con las especias provenzales, y el olor de las hebras de azafrán, del te inglés. La porcelana con dibujitos.
El escritorio presentaba antiguedades formales de un roble que aun hoy resiste a las termitas. La antigua máquina de escribir, allá en lo alto provocando los deseos mas oscuros de habitarla. Cuando las cosas desaparecían bastaba un efanuria, efanuria... y ahí volvían a estar. Palabras mágicas decía ella...
Quizás el viento haya arrasado las voces, los ecos de la infancia, pero no pudo llevarse todavía, la sensación de un piano sonando durante horas, de la mañana con ruido a pájaros, con olor a dulce, con amor servido en bandeja y cuentos de 1910.
El Carrillón de la sala con sus péndulos fueron marcando cada año, sin detenerse. Como el tic-tac del corazón golpeaba al sentimiento de despedidas, bienvenidas, nietos corriendo y flores que al secarse eran repuestas de inmediato. Muchos retratos grises trazando un árbol genealógico de orgullo, con raíces vascas y un escudo de piedra.
Por los cristales viscelados de la puerta podía verse toda la verdad. La calle estaba ahí, al alcance de las almas, y no sabía de llaves.La tele ahora apagada se volvia sepia de a ratos. Me gustaba mirar la araña bailando caireles transparentes, gotas de brillo engrandeciendo el techo de molduras y relieves de estilo. La pinotea se distendía por toda la superficie, crujía en el silencio cuando la casa quería hablarnos.
El sotano inhabitado lloraba oscuridades de curiosidad y un sulky antiguo de caballos con ojos envejecidos.El miedo a encontrar no dejaba animarse a bajarlo. Varias muñecas de porcelana, algunas fotos viejas y vestidos de organza y broderíe podían convertirse en objetos imperdibles para una tarde de juegos frente al espejo. Un barquito de cristal se tornaba morado cuando la lluvía quería venir. Los vidrios del comedor dejando correr el río interminable del agua más transparente vista alguna vez. Las rositas rococo, se esparcían descontroladas expresando los cambios de estación. La quietud de una tarde de verano soñando la llegada de la Navidad.
El pan casero respirado en tajadas de calidez. De manos de pertenecer.
Hace algunos meses volví. Un cartel luminoso se sostenía burbujeante sobre la fachada restaurada. Comencé a recorrerla. La redescubrí en silencio. Ya nada quedaba de lo que había sido. Solo el piso de madera alargado, ininterrumpido, por el que aprendí a caminar la vida. Los dueños de la cervecería alemana, no comprendieron al verme pasar adelante de ellos, sin mirarlos, ida, seguír hacia el fondo y olvidarme la realidad de su actualidad propietaria. Me encontré sin pensarlo acariciando un picaporte instalado ahora en otro lugar. Ya no había paredes, los techos no eran altos. El escritorio del abuelo se había convertido en un living moderno de almohadones con circulos rojos y suelo de cemento alisado. Varias sillas de bar se distribuían en las tres habitaciones convertidas ahora en un espacio común frente a la barra de tragos. El patio no existía, y el jazmín del país ya no habitaba el perfume de su flor. El olor era extranjero para mí, pero las voces volvían ahora a perseguirme y las caras de alrededor se desdibujaban con rapidez vacías de identidades. Y otra vez, el eco de las risas y mi niñez retumbándome los oídos.
Para cuando la abandoné, los ojos desnudaban lágrimas incontenidas de deseos.
De mirar atrás. De volverlos a ver. De abrazarlos al menos una vez más. De encontrarme.De encontrarlos. De despedirme.
Me despojé del pasado en cada gota de azúcar.
Giré mi cabeza para fijar la mirada en un último vistazo.
Juré amor eterno.
Y dije adiós.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
Etiquetas
- Cuentos para bajitos con sueños (1)
- de la catarsis (1)
- de la magia (2)
- De la música (1)
- de la patafísica (1)
- de la realidad (24)
- de las despedidas (1)
- De las incertidumbres (36)
- de lirios blancos (21)
- de lo cotidiano (2)
- De los aprendizajes (28)
- De los conjuros (16)
- de papel (2)
- dedicados (10)
- Del amor (97)
- del ayer (4)
- del dolor (3)
- del futuro (1)
- del mundo a mis pies... (7)
- del surrealismo (1)
- del tiempo (3)
- Experimentos de taller (1)
- Matías Acosta y Coni Salgado (1)
- Novela (3)
- Poesías en puntas de pie (1)
Para leer...
- mayo 2007 (7)
- junio 2007 (12)
- julio 2007 (16)
- agosto 2007 (21)
- septiembre 2007 (13)
- octubre 2007 (13)
- noviembre 2007 (7)
- diciembre 2007 (17)
- enero 2008 (15)
- febrero 2008 (10)
- marzo 2008 (8)
- abril 2008 (8)
- mayo 2008 (9)
- junio 2008 (5)
- julio 2008 (4)
- agosto 2008 (5)
- septiembre 2008 (5)
- octubre 2008 (4)
- noviembre 2008 (7)
- diciembre 2008 (8)
- enero 2009 (1)
- febrero 2009 (2)
- marzo 2009 (7)
- abril 2009 (4)
- mayo 2009 (9)
- junio 2009 (4)
- julio 2009 (2)
- agosto 2009 (1)
- octubre 2009 (1)
- diciembre 2009 (1)
- enero 2010 (3)
- febrero 2010 (4)
- marzo 2010 (1)
- abril 2010 (1)
- julio 2010 (10)
- septiembre 2010 (1)
- diciembre 2010 (1)
- marzo 2011 (1)
- abril 2011 (1)
- noviembre 2011 (1)
- abril 2012 (1)
- mayo 2012 (2)
- junio 2012 (2)
- julio 2012 (1)
- agosto 2012 (1)
- septiembre 2012 (1)
- julio 2013 (1)
- abril 2014 (1)
1 comentario:
La belleza de los recuerdos nos hace llorar dia a dia.
Publicar un comentario